Una de las experiencias
que más hace pensar, tanto a creyentes como a no creyentes, es el sufrimiento,
propio y ajeno. Ante esta realidad, nos
preguntamos: ¿por qué?
Para tratar de
encontrar alguna respuesta a esta cuestión tan honda y tan humana, tenemos que
distinguir, al menos, cuatro tipos de
sufrimiento:
1. Hay
sufrimientos que nos los causamos nosotros mismos: no cuidamos nuestra
salud y caemos enfermos; damos rienda suelta al egoísmo, a la envidia, al
rencor… y sufrimos. En cierto sentido, aquí se cumple aquello de que “en el
pecado se lleva la penitencia”.
2. Algunos
sufrimientos nos vienen de fuera. Sufrimos a causa de las injusticias que
hay en el mundo y por culpa de personas que, voluntaria o involuntariamente, insultan,
pegan, desprecian, injurian, matan...
3. Otros
sufrimientos son producto de factores que no podemos controlar, de la mala
suerte: una caída tonta puede causar un daño irreparable, un joven deportista enferma
de cáncer, un accidente de carretera, un terremoto…
4. Finalmente, hay
sufrimientos que asumimos voluntariamente para favorecer a los demás: los
padres sacrifican mucho, a veces con dolor, por amor a los hijos; hay personas
que son capaces de asumir enormes privaciones, incluso la muerte, para construir
un mundo mejor. El ejemplo más claro es Jesús, que sufre por amor, para
instaurar en este mundo el Reino de Dios: la paz, la justicia, la fraternidad…
Hemos dado algunas
respuestas a la pregunta original: ¿Por qué sufrimos? Aunque son claramente
insuficientes, nos pueden ayudar a reconocer las fuentes de nuestro
sufrimiento, a disminuirlo o a asumirlo.
Pero, no quedamos
satisfechos. Queremos ahondar más y nos preguntamos: ¿por qué hacemos lo que
nos perjudica? ¿por qué hacemos daño a los demás? ¿por qué somos tan débiles que
un mal paso nos puede lastimar? ¿por qué hay que sufrir tanto para mejorar el
mundo?
Los creyentes,
también los cristianos, dirigimos a Dios estas preguntas, a veces con
serenidad, otras veces con rabia: Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué nos abandonas en la duda,
en el miedo, en la impotencia? ¿Por qué te callas, Dios, por qué te callas
delante de la injusticia? ¿No te importan los hijos que engendraste? ¿No te
importa tu Nombre? (De las Siete Palabras de Pedro Casaldáliga).
En el fondo, creemos
que sufrimos por culpa de Dios: porque Él nos manda sufrimientos, porque los permite,
porque nos ha creado demasiado frágiles, porque ha hecho un planeta que tiene
poco de paraíso…
Acudimos a la Palabra de Dios y encontramos nuevas respuestas:
1. El libro de Job nos enseña que el sufrimiento
es un misterio tan grande que nunca podremos comprender del todo; como no
podemos comprender completamente la personalidad de una persona o el misterio
de la vida. Es significativo que el
diálogo que mantiene Job con Dios termine con estas palabras: hablé de cosas que ignoraba, de maravillas
que superan mi comprensión (Jb 43,2).
2. El libro de Job nos dice claramente que el
mal y el sufrimiento no son un castigo de Dios a las personas que pecan.
Los amigos de Job quieren convencerlo de que sufre a causa de sus pecados: ¿Recuerdas a un inocente destruido? ¿Has
visto a los justos exterminados? Yo he visto que quienes labran maldad y
siembran desgracia, las cosechan. (Jb 4,7-8). Al final, Dios mismo reprende a los amigos de Job porque no han hablado bien de Dios (Jb
42,7), porque le echan la culpa de los sufrimientos de Job.
Esta misma idea la encontramos en el Nuevo
Testamento. Por ejemplo en Juan 9 1: Al
pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le
preguntaron: «Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera
ciego?». Jesús contestó: «Ni este pecó ni sus padres».
Por tanto, nunca debemos decir: “Dios te ha
castigado” o “Dios me ha castigado”. Podemos cometer una gran injusticia contra
el que sufre o contra Dios.
3. Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo dejan claro que Dios está cerca del
que sufre. Permite el sufrimiento, pero está cerca del que lo padece.
En Éxodo 3,7-8, dice
Dios: He visto la opresión de mi pueblo
en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos.
He bajado a librarlo de los egipcios.
En Deuteronomio
10,17-19 leemos: el Señor, vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, el Dios
grande, fuerte y terrible, que no es parcial ni acepta soborno, que hace
justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole pan y
vestido. "Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto".
Jesús, el Hijo de
Dios, en el Nuevo Testamento nos muestra que el amor de Dios está dirigido a
todos, pero especialmente a los que más sufren. Jesús acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15,2). Está cerca de mujeres
y niños, especialmente de viudas y huérfanos, tan vulnerables; de los excluidos
por lepra y de todos los enfermos; de los odiados publicanos y de las
despreciadas prostitutas…
Para sentir esta
cercanía de Dios no hay mejor camino que la oración. Presentar a Dios el dolor
de nuestro corazón y el sufrimiento de los hermanos, con toda sinceridad, sin
ocultar ningún sentimiento, nos ayuda a alcanzar la paz y la esperanza, que con
tanta facilidad perdemos en los peores momentos.
4. Por tanto, la
respuesta de Jesús (y de Dios Padre) ante el mal que sufren tantas personas
no son palabras; es un compromiso de estar cerca y aliviar a quien sufre.
Es la actitud de Jesús y debe ser la actitud de todos los cristianos.
Mirando a Jesús
aprendemos que Dios no es la causa de nuestros sufrimientos. Es el que está a
nuestro lado, compartiendo nuestro dolor, luchando contra el pecado, el mal y
todo lo que nos hace sufrir.
Jesús nos invita a
salir de la espiral de violencia, que tanto sufrimiento provoca, y a asumir un
nuevo estilo de vida: Sabéis que los
jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así
entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro
servidor (Mt 20,25-26).
Es más, no podremos
encontrar a Dios si no lo buscamos también en aquellos que sufren hambre, sed,
enfermedad, injusticia... Dios está en ellos: Tuve hambre y me disteis de comer, dice Jesús (cf. Mt 25, 31-46).
5. Ya el libro del
Génesis nos dice que el bien es más fuerte que el mal, porque el bien
procede de Dios y el mal no. No son dos fuerzas equilibradas. El bien es más
fuerte, aunque a veces parezca lo contrario. Por tanto, hay esperanza.
También Jesús, con su
vida, muerte y resurrección nos muestra que el amor es más grande que el dolor,
y la vida más fuerte que la muerte. Algún día serán destruidos el mal, la
mentira, el sufrimiento; sólo permanecerán el bien, la verdad, la alegría. Esta
victoria es obra de Jesucristo, con su entrega total, y de las personas de
buena voluntad de todos los tiempos que, a pesar de sus limitaciones y pecados,
se dejan la piel amando y construyendo una humanidad más humana y más justa.
Entonces comprobaremos
que ningún esfuerzo y ningún sacrificio hechos con amor, ni uno solo, ha caído
en saco roto. Dios los ha recogido, bendecido y multiplicado. Entonces, sólo
entonces, seremos plenamente felices, plenamente hermanos, plenamente hijas e
hijos de Dios.
Jesucristo nos anima a
ir haciendo realidad en esta tierra la vida nueva y eterna que nos espera junto
a Dios Padre. Con su cercanía y su fuerza lo conseguiremos.