viernes, 28 de octubre de 2016

¿Por qué sufrimos? Reflexiones desde el Antiguo y el Nuevo Testamento

Una de las experiencias que más hace pensar, tanto a creyentes como a no creyentes, es el sufrimiento, propio y ajeno.  Ante esta realidad, nos preguntamos: ¿por qué?

Para tratar de encontrar alguna respuesta a esta cuestión tan honda y tan humana, tenemos que distinguir, al menos, cuatro tipos de sufrimiento:

1. Hay sufrimientos que nos los causamos nosotros mismos: no cuidamos nuestra salud y caemos enfermos; damos rienda suelta al egoísmo, a la envidia, al rencor… y sufrimos. En cierto sentido, aquí se cumple aquello de que “en el pecado se lleva la penitencia”.

2. Algunos sufrimientos nos vienen de fuera. Sufrimos a causa de las injusticias que hay en el mundo y por culpa de personas que, voluntaria o involuntariamente, insultan, pegan, desprecian, injurian, matan...  

3. Otros sufrimientos son producto de factores que no podemos controlar, de la mala suerte: una caída tonta puede causar un daño irreparable, un joven deportista enferma de cáncer, un accidente de carretera, un terremoto…

4. Finalmente, hay sufrimientos que asumimos voluntariamente para favorecer a los demás: los padres sacrifican mucho, a veces con dolor, por amor a los hijos; hay personas que son capaces de asumir enormes privaciones, incluso la muerte, para construir un mundo mejor. El ejemplo más claro es Jesús, que sufre por amor, para instaurar en este mundo el Reino de Dios: la paz, la justicia, la fraternidad…

Hemos dado algunas respuestas a la pregunta original: ¿Por qué sufrimos? Aunque son claramente insuficientes, nos pueden ayudar a reconocer las fuentes de nuestro sufrimiento, a disminuirlo o a asumirlo.

Pero, no quedamos satisfechos. Queremos ahondar más y nos preguntamos: ¿por qué hacemos lo que nos perjudica? ¿por qué hacemos daño a los demás? ¿por qué somos tan débiles que un mal paso nos puede lastimar? ¿por qué hay que sufrir tanto para mejorar el mundo?

Los creyentes, también los cristianos, dirigimos a Dios estas preguntas, a veces con serenidad, otras veces con rabia: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué nos abandonas en la duda, en el miedo, en la impotencia? ¿Por qué te callas, Dios, por qué te callas delante de la injusticia? ¿No te importan los hijos que engendraste? ¿No te importa tu Nombre? (De las Siete Palabras de Pedro Casaldáliga).

En el fondo, creemos que sufrimos por culpa de Dios: porque Él nos manda sufrimientos, porque los permite, porque nos ha creado demasiado frágiles, porque ha hecho un planeta que tiene poco de paraíso…


Acudimos a la Palabra de Dios y encontramos nuevas respuestas:

1. El libro de Job nos enseña que el sufrimiento es un misterio tan grande que nunca podremos comprender del todo; como no podemos comprender completamente la personalidad de una persona o el misterio de la vida.  Es significativo que el diálogo que mantiene Job con Dios termine con estas palabras: hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan mi comprensión (Jb 43,2).

2. El libro de Job nos dice claramente que el mal y el sufrimiento no son un castigo de Dios a las personas que pecan. Los amigos de Job quieren convencerlo de que sufre a causa de sus pecados: ¿Recuerdas a un inocente destruido? ¿Has visto a los justos exterminados? Yo he visto que quienes labran maldad y siembran desgracia, las cosechan. (Jb 4,7-8). Al final, Dios mismo reprende a los amigos de Job porque no han hablado bien de Dios (Jb 42,7), porque le echan la culpa de los sufrimientos de Job.

Esta misma idea la encontramos en el Nuevo Testamento. Por ejemplo en Juan 9 1: Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?». Jesús contestó: «Ni este pecó ni sus padres».

Por tanto, nunca debemos decir: “Dios te ha castigado” o “Dios me ha castigado”. Podemos cometer una gran injusticia contra el que sufre o contra Dios.

3. Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo dejan claro que Dios está cerca del que sufre. Permite el sufrimiento, pero está cerca del que lo padece.

En Éxodo 3,7-8, dice Dios: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios.

En Deuteronomio 10,17-19 leemos:  el Señor, vuestro Dios es Dios de dioses y Señor de señores, el Dios grande, fuerte y terrible, que no es parcial ni acepta soborno, que hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole pan y vestido. "Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto".

Jesús, el Hijo de Dios, en el Nuevo Testamento nos muestra que el amor de Dios está dirigido a todos, pero especialmente a los que más sufren. Jesús acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15,2). Está cerca de mujeres y niños, especialmente de viudas y huérfanos, tan vulnerables; de los excluidos por lepra y de todos los enfermos; de los odiados publicanos y de las despreciadas prostitutas…

Para sentir esta cercanía de Dios no hay mejor camino que la oración. Presentar a Dios el dolor de nuestro corazón y el sufrimiento de los hermanos, con toda sinceridad, sin ocultar ningún sentimiento, nos ayuda a alcanzar la paz y la esperanza, que con tanta facilidad perdemos en los peores momentos.

4. Por tanto, la respuesta de Jesús (y de Dios Padre) ante el mal que sufren tantas personas no son palabras; es un compromiso de estar cerca y aliviar a quien sufre. Es la actitud de Jesús y debe ser la actitud de todos los cristianos.

Mirando a Jesús aprendemos que Dios no es la causa de nuestros sufrimientos. Es el que está a nuestro lado, compartiendo nuestro dolor, luchando contra el pecado, el mal y todo lo que nos hace sufrir.

Jesús nos invita a salir de la espiral de violencia, que tanto sufrimiento provoca, y a asumir un nuevo estilo de vida: Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor (Mt 20,25-26).

Es más, no podremos encontrar a Dios si no lo buscamos también en aquellos que sufren hambre, sed, enfermedad, injusticia... Dios está en ellos: Tuve hambre y me disteis de comer, dice Jesús (cf. Mt 25, 31-46).

5. Ya el libro del Génesis nos dice que el bien es más fuerte que el mal, porque el bien procede de Dios y el mal no. No son dos fuerzas equilibradas. El bien es más fuerte, aunque a veces parezca lo contrario. Por tanto, hay esperanza.

También Jesús, con su vida, muerte y resurrección nos muestra que el amor es más grande que el dolor, y la vida más fuerte que la muerte. Algún día serán destruidos el mal, la mentira, el sufrimiento; sólo permanecerán el bien, la verdad, la alegría. Esta victoria es obra de Jesucristo, con su entrega total, y de las personas de buena voluntad de todos los tiempos que, a pesar de sus limitaciones y pecados, se dejan la piel amando y construyendo una humanidad más humana y más justa.

Entonces comprobaremos que ningún esfuerzo y ningún sacrificio hechos con amor, ni uno solo, ha caído en saco roto. Dios los ha recogido, bendecido y multiplicado. Entonces, sólo entonces, seremos plenamente felices, plenamente hermanos, plenamente hijas e hijos de Dios.

Jesucristo nos anima a ir haciendo realidad en esta tierra la vida nueva y eterna que nos espera junto a Dios Padre. Con su cercanía y su fuerza lo conseguiremos.